Recién nacido y sin la vista bien desarrollada, los ojos de un bebé empiezan a buscar otros ojos donde posarse.

Aún no hemos aprendido a identificar nuestra propia imagen en un espejo y desconocemos todo el mundo que nos rodea, pero nuestros ojos saben reconocer otros ojos que nos miran.

Sin haber adquirido el habla, los ojos de los hijos buscan los ojos de los padres, estableciendo una comunicación silenciosa que dice mucho más de lo que se puede expresar con palabras. 

Un cruce de miradas es un intercambio más sincero que cualquier conversación. Mantener la mirada, incluso a un desconocido, es una conexión tan intensa e íntima que resulta a veces molesta.

Tal es el potencia de la mirada que somos capaces desde lejos, en una aglomeración, con ruido y oscuridad, en las peores condiciones ambientales y sensoriales; de percibir que nos están clavando un ojo en la espalda.

Sólo mediante el entrenamiento nuestros ojos pueden enmudecer o aprender a mentir, y a veces ni así.

Para que una foto tenga alma, se debe ser hecha con los ojos y no con una cámara. Por eso, a veces tras echarle el ojo a algo, no le podemos quitar el objetivo de encima.